Hay pocas almas que no se
hayan sobresaltado antes del amanecer, después de una de esas noches sin sueños
que nos hacen casi enamorados de la muerte; cuando a través de las brumas de la
mente se deslizan fantasmas inciertos impulsados por esa fuerza anónima que se
esconde en todo lo macabro, y que ofrece al espectador de lo grotesco un
bálsamo para su mente perturbada.
Sin conocerte te conozco;
sé quién sos. Sé que unos dedos blancos agitan las cortinas. Sé que unas manos
lívidas te acarician en sueños. Sé que sombras mudas y fantásticas reptan por
los rincones de tu habitación, y que allí se aguardan al acecho.
Sé que ves el mundo de los
demás, afuera, entre el trinar de los pájaros y los rayos del sol. Sé que tu
mundo es de suspiros, el sollozo angustiante del viento que sopla desde el sur
golpea los muros de tu cuarto silencioso.
Velos de fina gasa oscura
cubren tus sueños.
Nos despertamos. Los
pálidos espejos reanudan su vida monótona. Las cosas están dónde las habíamos
dejado. Nada nos parece cambiado. Fuera de las sombras irreales de la noche
resurge la vida que conocemos: vacía, estúpida, nuestra.
Entonces se apodera de
nosotros una terrible sensación de continuidad; el mismo tedioso círculo de
costumbres que nos oprime. Allí nace el deseo salvaje de que nuestros párpados
se abran sobre un mundo forjado en las tinieblas; un mundo donde las cosas, aún
las más frívolas, adopten la misma silueta sensual de nuestras fantasías.
En definitiva, un mundo sin
pasado.
Pero hasta el recuerdo de
la dicha tiene su amargura; y el recuerdo de los placeres, su propio dolor.
Porque veo tu corazón, tu
angustia, tu soledad. Porque conozco el rostro de la misma tristeza, te ruego
que alces la cabeza, altiva, orgullosa. Porque la oscuridad en nosotros, ilumina
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