Cuando vas a un bar, no sabes lo que te vas
a encontrar
Estas viajando en ciudadelas imaginarias,
la seducción es una ciudadela imaginaria
La embriaguez, no del alcochol, sino de una
luna que te embute rayos de una inspiración sobrenatural
Un poco diabólica, un poco macabra, embota
todos tus sentidos, incluso el sexto, el octavo, el duodecimo, hasta el
mismísimo infinito, dejándote sin habla, sin control de ti
Sin pensamientos que te enraícen a la
tierra. A la tierra de los hombres que se controlan a sí mismos. Y no se dejan
llevar por la zanahoria que les muestra el horizonte.
Hay, en el espejo de cada espejo. Millones
y millones de células, que se disfrazan de ostentosos espejismos, buscando
atravesar el umbral, de la belleza, y derrocar al miedo, como quién silencia a
un niño.
La verdad es fulminante, cuando se
encuentra, cara a cara, con el sin
sabor, de la mañana que quiso contruir, el arquitecto nocturno. Ese silencio espiritual en forma de espiral al que apuntó sus labios. Sus misterios de azafrán. Sus aburrimientos
desnutridos.
Allá, en el allí, en el más allá, donde apunto el disturbio de su inmadurez. De la insenstatez errante. De su
masculinidad deshorientada. De su identidad redecorada de cortinas y helechos
disonantes.
Allá, en el abrupto sonar. En la escritura incondicional por el
amor. Por un amor animal. Que se atascó en la mediocridad alucinada de ascetismo.
Ese mecanismo utópico, irreal, dedicando su poder en crear pasiones efímeras.
Distracciones esotéricas. Entretenimientos insondables, vacíos de paz conciertos
de amor artificiales, que te llenan, que te llenan de placer, de un sospechoso destino.
Un después, un Aguinaldo, una sombrilla,
una estrella que salió del basurero. Una ficha de ajedréz, queriendo renunciar
al tablero para cumplir con su misión espiritual. Revolución instantánea. Aquí se acaban todos los intentos por acallar la voz del Diablo.
De aquel que se creyó –para bien de todos y el nuestro- el amo de los amos de
los amos de todos los monstruosos amos…